Sissi

Siempre me gustó Sissi.
A todo el mundo en realidad.
Porque Sissi era maravillosa.
Sissi era bella, fue considerada hermosa incluso en una época en la que su cánon de belleza distaba horrores del imaginario mental que la buena de Sissi se autoimpuso. Se tatuó un ancla en un hombro. Vestía de Worth. Winterhalter pintaba estrellas en su pelo. Hacía ejercicio. Le encantaba la leche. Vivía en un palacio de Corfú. Estaba decidida a que nadie la viese envejecer. Y murió con una blusa maravillosa que un anarquista, por casualidad y para pasar a la posteridad, la trepanó con un fino puñalito. Sissi no se quejó. No sangraba por el corsé. Siguió andandando con su 1.70 y sus 50 kilos, dos de ellos de pelo (que le daba horribles dolores de cabeza pero del que estaba muy orgullosa) y cuando quiso volver al barco, se desplomó y moriría al poco.
Padeció anorexia y bulimia. Tenía una cintura de avispa. Hacía gimnasia. Detestaba el absurdo protocolo de la corte. Se pasó su vida preocupada por la locura. Le encantaba Homero y la Ilíada y la Odisea, sobre todo. Y tenía un corazón valiente. Se vistió de luto cuando murió su hijo. Y realmente sólo quiso a su hija pues los otros no pudo criarlos. Ganó el trono de emperatriz frente a su hermana Nené y llevaba un abanico, una sombrilla y un velo para cubrirse el rostro cuando envejeció.
Caminaba incansablemente. Y tenía una dieta muy severa. Pero cuando andaba por los montes, dejaba atrás a todas sus damas y seguía ella sola, adelante, con una falda sin polisones ni enaguas ni nada de nada a conquistar el cielo.
A Sissi la protegía Hermés.
Nadie sabe si fue feliz.
Pero qué bella.

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