Bajas Pasiones


El rojo. Platón definió el color del caballo que tiraba el auriga de las bajas pasiones como negro. Platón, una vez más, se equivocaba. (Y por ir al norte, fue al sur). El color de las bajas pasiones es el rojo. Rojo sangre, rojo fuego, rojo emparentado con Prometeo, con la vibración, con los deseos, con la lujuria, con el sexo.
Rojo con matiz de lo prohibido, de lo joven, de lo bello, de lo hermoso, de pecado, de inconfesable, de manifiesto, de público y ocioso. De silencio, de alboroto, de gentío, de mujeres fatales en caza y captura. El rojo parece ser el color de la juventud pero también lo es de la falsa juventud.
El color rojo es una delicia. Un fruto rojo se abre. Se ve el interior, terso, blando, jugoso. El brillo exterior es sustituído por una ola de calor íntimo salido del corazón directamente sin hueso, sin mácula, en el momento de febril estallido de la felicidad cuando menos o del amor más desinteresado.
El rojo por otra parte, se halla intrínsecamente ligado al timador, al estafador, al arte del maquillaje y la careta. Al extraño falso que se esconde tras el reflejo del espejo prófugo que muestra nuestra intención, nuestro secreto más oscuro, el vil hábito de la contemporaneidad pudriéndose en nosotros mismos y se anuncia -a todos- como el altavoz de un acontecimiento público, que no es de nadie y es de todos, que pasa de mano a mano como un folleto, diciendo que no es su mejor hora pero ahí está, tómalo.
El rojo sabe un poco a decadencia y a color de actor.
Y todo lo decadente nos atrae febrilmente. Quizás esa es la magia del rojo. Que es vida y es muerte. Que es falso y es cierto. Que es todos y es nadie.

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