Cathy Horyn

Cathy Horn es otra de las grandes damas del periodismo de moda; tiene mucho poder, lo sabe y lo ejerce de manera muy consciente. Puede ser despiadada, feroz y letal como una espada. Los Dolce dicen de ella que es verdaderamente mala, una pesadilla de mujer.

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No son los únicos diseñadores que tienen una relación “difícil” con la crítica de moda del New York Times que, escribiendo en el periódico más leído del mundo va dejando cicatrices con muchas de sus crónicas. Y si no que se lo pregunten al señor Armani por ejemplo, que se cogió el cabreo del siglo cuando Cathy escribió de su colección otoño-invierno 08, casi totalmente compuesta por faldas, “no querríamos haber visto esos pantalones de jogging en la pasarela”. El enfado del Giorgio fue tal que no la invitó a su siguiente desfile (esto es lo que yo llamo saber aceptar las críticas)
Cathy Horyn no se preocupa de ser simpática o amable. El crítico, dice, exprime un punto de vista y como tal debe hacerlo de la manera más libre. Yo por ejemplo no debo dar explicaciones al mercado ni me dejo influenciar, si no perdería credibilidad; mi conciencia no me permitiría firmar algo en lo que creo. El mecanismo de la publicidad afecta a las revistas, pero no a un periódico como el NYT, y esto sin duda le permite a Horyn expresarse con esa libertad de la que habla. Cada día se vuelve más exigente (con ella y con los demás), pero afirma que antes de publicar una crítica, si es negativa, investiga con mayor atención todavía. Al leer sus artículos, estas cosas se notan y siempre se agradecen.
Cuando le dijo a su madre que quería ser crítica de moda (para viajar a NY dos veces al año) ésta se rió, y le dijo algo así como que dónde pensaba ir con sus 95 kilos. En el 2004 decide ponerse a dieta, deja de fumar y adelgaza hasta entrar en una talla 44. Horyn usó esta historia para su artículo del 9 de junio del 2005 en el que no se quedó corta describiendo la perversidad que se vive desde dentro de la industria de la moda cuando se pesa casi 100 kilos.
Empezó trabajando para un pequeño periódico en Virginia y desde entonces ha pasado por las redacciones del Washington Post y Vanity Fair, entre otros. En torno al 2000 llega al New York Times dónde toma el relevo de Amy Spindler, a la que no olvida y cita frecuentemente en sus artículos.

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