Chanel, Y Canta El Agua En Versalles

Lo mejor de las obras musulmanas de arte es la música. El sonido del agua. Calificarlo de ruido es hacer un flaco favor a tal portento de la creatividad y de la ingeniería de los arquitectos musulmanes que, por ejemplo, embellecieron con su talento Granada o Córdoba. Cuando te paseas por la Alhambra, además de los jazmines, la suave fragancia de los árboles frutales, el azahar y todo ese falso enrejado –horror vacui– que la rodea, hallas mucha paz.

Los arquitectos-diseñadores-jardineros de Versalles revisaron aquello. Versalles es un imponente monumento barroco señalado para las cortes absolutistas, para la Iglesia Católica de Roma y para las personas que aman más la idea de naturaleza en sus mentes que la naturaleza de los bosques, de los pinares, de las encinas y de las charcas frescas en las que reposa Aquiles y en las que se baña Artemisa.
La naturaleza barroca no es ni exagerada ni presuntuosa. Es diseñada por y para el momento. Karl Lagerfeld, bien llamado el kaiser, se siente atraído por ese barroco poderoso, lleno de jardines, de fuentes de agua y de estatuas de ídolos paganos y jovencitas hermosas plantadas por Versalles que por el Barroco pesado de cortinones, emparentado casi con angelotes y con pesados dorados y sonrosados querubines.

A Lagerfeld, le fascina ese barroco de Mariantonieta. De “pues si no tienen pan, que coman pasteles” y ya no piensa en el exilio de los nobles de Rusia, cuando envueltos en piel se fueron echando de menos la tierra negra y fértil del Este de Europa y la tierra helada que rodeaba al Palacio de Invierno, como si fuese en sí mismo de hielo. Ahora son princesas. Muy decadentes. No miran atrás. Solo adelante. El pasado no existe. Sólo el futuro.

En Versalles, al levantarse, ya pasó algo así. No importaba que los dormitorios reales dieran a letrinas porque los reyes contemplaban extasiados ese jardín tan lejano de la selva, más parecido a una miniatura japonesa pero a lo grande. Quizás la expresión sea esa, a lo grande. Tampoco importó que aquel descabellado edificio costase sangre, sudor y lágrimas, costase exilio, costase pobreza y costase el fin del Antiguo Régimen. Eso daba igual.

Estamos hablando de otra forma de vida en la que esas cosas no importan. Eres privilegiado y, aunque vayas a la farola -la horca- por una revolución llena de sangre y de burgueses, ahora eso no importa. La vida está para maltratarla porque ya se cobrará la deuda.

Lagerfeld para Chanel piensa en todo eso. Por eso sus princesas se pasean, indómitas, salvajemente bellas, entre las fuentes de agua sin pensar en nada más que en su desgarradora, frágil y fascinante belleza. Sin pensar más que en su sofisticación. Porque el mundo es de rosa aunque todo a nuestro alrededor sea gris.

 

El kaiser planta un escenario de jardines vivos pero muertos, de color gris, en una metáfora del orden exterior. Lo que viene a decir es que todo lo que nos rodea es caos, pero que entre la pesadez y la simetría contemporánea, entre las diatribas al funcionalismo, entre la simplificación, el minimalismo, la vida en blanco y negro y las mentes cuadriculadas, siempre hay sitio para la vida.

Porque, como dijo Tagore, “el llorar por no poder ver el sol te impide contemplar las estrellas.”


Y esa, sí que es la gran desgracia.

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