La Esencia De Prada

La mujer de hoy. De eso habla-ba Prada. De sus motivaciones, sus deseos íntimos, las partes que la conforman, sus pensamientos, sus acciones, su temperamento, sus dificultades, sus experiencias y sus actos. El todo conformado por sus partes. De esa cosa exclusivamente femenina de armar un todo siendo un rompecabezas.


Prada apostó por las cajas negras, por las habitaciones que cerramos a los demás, por ahondar en la verdadera intimidad. Sus mujeres ocultaban algo, eran gacelas de sexualidad, aves refulgentes de libertad, melancólicos cervatillos, sofisticados halcones, linces, águilas, lobas… Madres, hijas, esposas, amantes, solas… La mujer de Prada era todas las mujeres.


Vivía su vida como la vive la gente que se sabe contemplada por un montón de voyeurs y que, al mismo tiempo, vive constante e incesantemente desconectada del grupo de presión. “Son mujeres. Son femeninas y son fuertes.” Como Miuccia gustaba de decir y de cantar. Las mujeres de Prada pueden ser cualquier cosa que deseen y no pueden ser más que lo que son.


Es cierto que la vida de las llamadas Prad-itas tiene un punto de grandeza y de inconmensurable tragedia que camina irreversiblemente a la fatalidad. Tienen ese aire despreocupado de “mejor mendigo que banquero” y al mismo tiempo ese aire atareado de fashion addict woman- work- aholic. Al fin y al cabo, alguien tiene que pagar las facturas y uno puede ser todo lo comunista que se quiera pero abonando a fin de mes la nota de gastos.


La mujer de Prada que nació en una estética de mentiras, secretos inconfesables y remordimientos entremezclados con ese orgullo del mentiroso que no es descubierto y vive cada segundo al límite entre subidones de adrenalina, ya no es una resumida bibliotecaria que se oculta de la vista de todos mostrándose al mundo.


La mujer de Prada ha pasado de ser esa tímida y explosiva relegadade motu propio– a un segundo plano a convertirse en la estrella. No exactamente en una de esas estrellas de femmes fatales que son todo ligueros en champagne y zapatos de raso forrados como el vestido pero sí en una de esas hermosas galaxias que se ven con el cielo despejado y que en su pequeña dimensión comparada con las siempre relucientes Casiopea o Andrómeda se convierte en objeto de tribulaciones y deseos perdidos y añorados.


La mujer de Prada tiene algo de viciosa, es para definirla mejor, como un perfume. Tapón cerrado que no enseña su aroma –el secreto– y nos deja ver lo que parece ser que es –el frasco, la imagen- y de repente en un estruendo similar al de la botella de champagne -!pam!- explota rebosante de carisma, de magia, de encanto y muestra una parte de su secreto: el interior.

Eso es lo que vende de la mujer de Prada.
Lo que atrapa.
Que siempre tiene algo que contar.


Su historia cambia con el tiempo y cada día es una nueva mujer. Una mujer con pasado como las que le gustaban a Oscar Wilde y una mujer con futuro como las que me gustan a mí. Un día es una devorahombres atrapada entre faldas con besos y vestidos con pintalabios que dicen “esta es mi naturaleza, soy un imán, tengo un magnetismo personal que irradio pero algo de mi naturaleza te hace estar alerta. Mi beso es una droga y mi cuerpo es un veneno pero, ¿a qué quieres probarlo?” y otro, una ninfa del bosque sacada de un sueño o una pesadilla del psicoanálisis freudiano que camina por los bosques cargados de simbolismo de Munch. Mujer, árbol y naturaleza que es muerte y es vida.


Al día siguiente, sin dejar por ello de ser ella misma, siendo simplemente una mujer que es todas las vidas, es una dama de la aristocracia cargada de secretos y de malas maneras que esconde bajo perfume, collares de perlas y una fachada de respetabilidad pero que quiere perversión, gritos, arañazos en la espalda y traqueteo del colchón a cada instante. Que se araña los muslos y que necesita sexo y amor a partes iguales. Y al otro una monja y un robot.

A la mañana siguiente se despierta presa del pánico y del ¿qué he hecho? y atemorizada mira su reflejo desdibujado de mujer que sucumbe al instinto y a los pecados y transmuta vicio y horror en sofisticación y perversión, en el Lucifer negro y rojo de izquierda el corazón que late y muere en una oda de concupiscencia y ardor. Trata de reformarse a veces, de volver a la infancia, a la necesidad apremiante de pureza, de virtud, de ojos limpios… De corazón en el puño, de castigos por las medias mentiras y besos y abrazos por la verdad. Necesita reflexión y encanto. Dramatismo y ternura de la juventud cual Dorian Gray tras ser reconcomida que precisa sanar alma por sentidos.

La mujer de Prada ama. Ama irreverentemente o burguesamente. Tiene algo de gata en celo, de irracional amor, de locura, de tensión y algo de conformismo, de mediocridad, de genio sumido en el rebaño, de cordero que no león, de fuga y tocata, de re menor, de sonata, de dulzura, de crueldad, de sadismo, de convención, de epíteto, de silencio y de ruido.


Y también odia. La factura de Prada no deja de ser italiana y de marcar leyendas, filias y fobias a cada pespunte. Esta temporada quiere ser inaccesible y fantasmal, ocultar su misterio y, a la siguiente, quiere ser una puta de a cinco francos de la más baja estofa que se sonroja con el desnudo y el conocimiento carnal como una virgen rodeada de encajes.


No sé si sabe lo que quiere pero ella cree saberlo.
Complejo quizás de veleidosa, caprichosa y farsante sin serlo.


Cree saberlo.
También cree que cada hombre es el definitivo y cada pecado el último.


Aún así, a pesar de vicios y defectos… tiene algo el círculo de redención, de salvación y de castigo y de existencia que quizás quiere bajar hasta el infierno para luego subir al cielo. Tiene algo de trágica, de dama, de puta, de niña, de loca, de asesina, de monja, de ninfa, de nerd, de freak, de extraña, de erudita, de sabia, de ignorante, de completa analfeta que leer mucho.


Y también tiene algo de fantasma…


De irreal presagio de la contemporaneidad, de la mujer de hoy, de la nada. Tiene algo de nihilista, de utópica convencional, de surrealista, de ingenua, de inocente, de hierro candente, de sensual sirena, de embaucadora, de timadora, de libre y feliz, de escapista y de maga y de bruja y de horror.


Tiene ese apetito voraz por vivir y ese temor -tan real– a morir.


Y mientras tanto, tiene siempre ese sabor a última jornada, a último viaje, a última parada… a destino que no llega, se espera y pasa de largo, a olvido y a recuerdo, a insignificancia, a magnificencia.

La mujer de Prada sabe a apetito inconcluso.


A incombustible temor y presión de la naturaleza revelada y de la divinidad ensombrecida.
A maldita y a bendita al mismo tiempo.


La mujer de Prada puede que comparta naturaleza con las vírgenes de Caravaggio que mueren muertas por ahogamiento en el Tíber tras ser arrojadas por un cliente que no quiso pagar el precio del conocimiento carnal no virginal.


Tienen ese aire sacro santo de pueblo bajo, lleno de pecado y ahogado de virtudes. De vendetta, de vulgar y zafio, de obsceno rayando lo frívolo y de frívolo rayando lo beato. Tienen esa actitud misericorde de pecador moribundo un poco arrepentido y algo agradecido por sus pecados…


Tienen ese aire de mañana confesaremos el hoy y pecaremos para la próxima mañana.


Information About Article