Lozanía


Amarillo. Hay una extraña fobia hacia el amarillo. Kandinski lo consideraba un tono agresivo, a mí me colorea la palabra envidia y mientras que para los románticos puede significar amor poético del que dedica el poeta maldito a la musa cuando ha muerto –fenecido– cual flor hecha temblar por el viento, es uno de los tonos más incomprendidos. (Claro, si es que los colores pueden ser incomprendidos). El amarillo excita. No se queda quieto. Es todo movimiento aquí y ahora y brillo cegador. Se asocia con las hierofanías fulgurantes y relaciona a los individuos más sobresalientes con el brillo de la esfera solar.

El amarillo da vitalidad, conecta con la rapidez, con la inmensidad y con el infinito, es un tono cálido pero vibrante que hace que la retina se pierda en su inmensidad. Refulge. Atrapa. Centellea. Y me parece un tono joven. Más que joven, quízás, lozano. Si amarilla es la envidia, también la inocencia y la vitalidad. Oigo el latido del corazón con cada trazo del pincel empapado en amarillo. Puedo oler la pintura deslizándose por el lienzo, acariciándolo como la seda a la piel de un vestido ceñido. Veo la tela blanca hecha explotar a cada línea y comprendo… que el amarillo es vida.


Y sé qué me atrae de este conjunto de Lemoniez para el próximo invierno. Me despierta. Oigo el motor rugiendo. Las hélices del helicóptero sin dejar de girar. Huelo el mar y la lluvia. Noto el viento. El salitre y el óxido devorando el puerto y la madera pudriéndose poco a poco. Veo la semilla germinar y el chocolate espeso deshaciéndose.
Hace frío y no lo noto.
Y todo por un poco de amarillo.

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