Señor Presidente

Obama ha ganado su reelección. Hoy, 7 de noviembre de 2012 en España -de horarios americanos ni hablamos, y eso significa que tendremos a Michelle Obama hasta en la sopa. A mucha gente le encanta Michelle Obama, que si es negra negra, que si es una de las mejores abogadas de Estados Unidos, que si sus abuelos eran esclavos… vale. Michelle Obama es mi bestia negra. No me gusta nada. Me crispa los nervios. Podría pasar a Michelle cuando iba a los mítines de Barack Obama con unas botas de polipiel de tacón cubano, una falda sacada del “antes” de Andrea del Diablo viste de Prada, su osamenta XL y sus caderas anchas. Podría. Era una mujer imponente, la verdad. Y cuando veías a Michelle Obama sabías que le importaban un huevo las galletas esas de la futura primera dama que publica no sé qué revista americana y que hace las delicias de las amas de casa de, no sé, Omaha. Porque tenía carácter.
Sin embargo, fue ponerse Obama a la cabeza de Hillary Clinton en sus cosas de partido y Michelle Obama fue transformada en la nueva Jackie Kennedy. Ya me entienden. A los estadounidenses les encantan los Kennedy porque veían en Jack Kennedy lo que querían ser: un tipo rico, guapo, con una mujer estilosa, un yate, una carrera de una universidad prestigiosa, un montón de amantes y tal. El puro sueño americano (frente al pobre de Nixon, el hombre que eran): católico irlandés se hace millonario en USA, la tierra de la libertad donde hay sangre para negros y sangre para blancos; y en la Onassis a la pija europea que todas las americanas quieren ser –Carrie Bradshaw es la reina del melodrama de cómo querer ser europea y quedarse en el tópico de lo que los americanos creen que es ser europeo-.
Bueno, de repente, Michelle Obama apareció en la portada de Vogue y con sus conjuntos de Isabel Toledo, de J. Crew y demás -y su pique con Oscar de la Renta por no llevar sus prendas- y todo el mundo decía: “pero qué estilo innato, pero qué gracia, pero qué maravilla”. Pero, ¿qué dices?. A mí, Michelle, hija, no me la das con queso. Molaba mucho más Cindy McCain que era como deben ser las Wasps americanas, o sea, un poco zorra. En plan Gossip Girl veinte años después. Y molaba aún más Sarah Pallin con sus alces y sus cosas pero no pudo ser. O me quedaba con Obama o con Cindy y Sarah y, en esa elección, yo me quedo con Obama. 
Tampoco soy muy original porque, insisto, Obama ha vuelto a ganar. Como a mí lo que me importa es lo que cada uno se pone encima, estoy contenta. La mujer de Romney era un peñazo. O sea, que te puedes sentar con ella y saber que sobrevives a la cena. Que no te va a tocar beber cianuro espumoso. Algo que con Cindy McCain no tenías tan seguro. También sabes que no se va a poner brava y te va a sacar su escopeta ni su gorro con orejeras porque la cena no sea de hamburguesa de caribú o de alce. Eso lo sabes. Y eso aburre. También me gusta Obama porque puedo volver a poner el editorial de las elecciones americanas y eso me encanta. Todos estamos hollywoodizados. Y qué bonita es la historia del sueño americano. Ay. 

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