The New Yorker

El neoyorkino y su delirio es una diatriba típica de los cosmopolitas habitantes the “The City“. Nueva York siempre ha sido el corazón de Estados Unidos, al menos fuera del rodeo de la política que se han montado los americanos. Sin embargo, la relación de la ciudad y sus habitantes ha estado siempre bien tratada por personas que nunca han puesto un pie en ella o por autores que se han enamorado de una ciudad de la que no eran, en la que no vivían pero a la que, en cierta forma, pertenecían.
No es una ciudad bonita. Pero no importa. Nueva York tiene una belleza futurista como la de las obras de Boccioni. Es dínámica, postmoderna, etérea en su fugacidad, veloz, rápida, frenética. Nueva York es más hermosa que la Victoria de Samotracia, es decir, más hermosa que Atenas y Roma. Alta. Nueva York es alta y, desde que cayeron las Torres Gemelas lo es un poco menos, pero realmente no importa demasiado. Nueva York es una ciudad de color gris y verde. Es un reconciliarse, sentir el aliento vital de cómo la vida sobrevive en la roca más agreste y escarpada.
Nueva York es una ciudad pobre y rica, de extremos y de contrastes. La última colección de Chanel se embute en unas zapatillas para ir en metro, el café caro convive con las librerías de lo viejo, en Central Park las ardillas creen vivir en un manglar y a su alrededor una campana de polvo y contaminación lo cierra todo. Las mujeres pisan fuerte con zapatos de tacón caros e imposibles y el asfalto se deshace por el calor en verano lo mismo que resbala por el hielo del invierno, en ese momento en que cortan árboles y las cuchillas de los patines arañan el hielo como llorando. Una fulana parece una dama y la miseria cohabita en la misma habitación del gran piso de lujo en el que uno se esclaviza por la modernidad, a cambio de… ¿sueños?
 No deja de ser un taxi que se difumina en el horizonte. Una mujer rubia, rica, tonta, triste, ajada, joven, infeliz, con laca, peluquería y manicura, zapatos de tacón alto, bolso grande, cartera repleta de tarjetas de metales preciosos y escasos, chofer los viernes y sábados, lista de la compra, niñera, esclava… se baja del coche, se arrastra al parque y allí se queda, contemplando con la mirada perdida el ir y venir de la vida.
 La fuente de Central Park le hace a uno pensar en las escaleras de la Plaza de España de Roma. Pero también te hace reflexionar sobre la vida que ya no es nueva y la vida que no es antigua. Que se vive entre dos oscuridades, en el anonimato total, en el poder ser un loco sin hacer alzar unas cejas. Uno está solo, protegido por las capas de ropa, y los edificios, se comen la naturaleza y recortan el cielo.
Hay algo trágico en que Nueva York sea la ciudad de los sueños. Significa que muchos no llegan. Que muchos fracasan. Está también el lirismo de lo trágico y de lo hermoso, de los sueños que se desea que surjan y que brillen y vuelen libres.
 Es la desesperación que Wilde conocía tan bien, por tener lo deseado y por no tenerlo.
Y la paz es con uno porque todos amamos Nueva York, ¿no?. Porque somos nosotros mismos, una pieza de un rompecabezas muy grande. Pero siempre somos los mismos aunque con distinto atrezzo. Qué bien saben eso en Vogue. Qué bien.

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