MATERNIDAD

Nunca he querido ser madre.


No he soñado nunca con un bebé de mi carne y de mi sangre, ni con adoptar un precioso retoño para darle el amor que sus progenitores genéticos no pudieron, no supieron, o no quisieron darle.

Y que nadie me malinterprete. Me encantan los niños. Me chiflan, de hecho, me lo paso genial con ellos, me parecen personas increíblemente inteligentes, directas y divertidas, capaces de soltar frases lapidarias con la misma facilidad con la que los adultos decimos tonterías de calibre supino.

Sencillamente, no me veo madre.

Es algo que me ha pasado desde siempre, no he sentido nunca esa vocecilla interior que te dice “mira que bebé tan mono… seguro que uno propio sería la culminación”.

Y esto, esta convicción en mi no-maternidad, me ha generado a lo largo de los años las más curiosas reacciones por parte de otras mujeres.

Hay quien me apoya incondicionalmente: “Haces bien, eres joven, las cosas ya no son lo que eran, tu carrera es lo primero…” Como si ser madre y trabajar fuesen cosas incompatibles en el espacio y el tiempo.

Hay quien pone cara de póker y dice: “Sí, sí, dices eso hasta que se te ponga en marcha el reloj biológico, que es imparable”… y yo me pregunto, ¿de verdad somos los seres humanos tan básicos? ¿De verdad nuestra vida la marca un reloj hecho de hormonas y de necesidades procreadoras?

Y hay quien me dice: “Pues chica, no lo entiendo, es la culminación de ser mujer”.

Esta última vertiente es la que más me desconcierta. Porque yo me siento mujer. Muy mujer, diría yo. Vamos, que me considero del género femenino –y, a mayor abundamiento, heterosexual- sin duda alguna. Y, sin embargo, jamás he sentido que mi vida está incompleta por el sencillo hecho de no haber parido, o de no querer hacerlo. Sin embargo, es una creencia extremadamente extendida. Si eres mujer, heterosexual, y con pareja estable, con un trabajo “estable” y con una vida normal, tarde o temprano, amiga, deberás ser madre.

No lo comprendo, ni lo comprenderé nunca. Es como si yo dijeres que las mujeres que salen a la calle sin maquillar, o con zapato plano, no subliman su feminidad. No creo que unos tacones de 15 centímetros, por mucho que yo los adore, sean más femeninos que unas bailarinas. Y no creo que ser madre sea condición sine qua non para sentirte realizada como mujer, por mucho que mi abuela insista en que soy una mujer desnaturalizada.

Cierto es que si todas las mujeres pensasen como yo, la humanidad tendría un futuro extremadamente exiguo. Pero el hecho es que los cambios sociales en el rol femenino nos han posibilitado decidir. Algo que, hasta hace relativamente poco, no estaba en nuestras manos. Si eras mujer y tenías pareja, salvo impedimento físico, serías madre. Es lo que hay. O era, mejor dicho.

Incluso en la época de mi madre, cuando España, ya democrática, se abría al mundo, el permanecer “inmaterna” voluntariamente era algo extraño y mal visto.

Las cosas han cambiado, es cierto. La incorporación de la mujer al mundo laboral más competitivo y fuerte, con cargos de responsabilidad que exigen dedicaciones muy amplias, la posibilidad de romper una pareja legalmente sin problemas sociales ni económicos… en fin, la vida en general, nos ha proporcionado a las mujeres la posibilidad de tomar decisiones que antes ni si quiera nos planteábamos, como el hecho de si deseamos o no ser madres.

Y yo, sencillamente, no lo contemplo. Lo que no significa que mañana no vaya a cambiar de opinión. Significa que, hasta ahora, he tomado una decisión –a largo plazo, digamos- comparable a casarme (o emparejarme) o no, trabajar en una u otra empresa, o vivir de alquiler o con hipoteca. Decisiones que te cambian la vida y que no deben, creo yo, tomarse a la ligera.

En este momento, en mi pandilla más cercana, hasta cuatro madres (dos de ellas, con dos niños cada una, nada menos), dos embarazadas y una buscando el embarazo. Me parece un porcentaje de madres maravillosamente alto para los tiempos que corren, y su decisión no es que me parezca respetable, es que, sencillamente, me parece magnífica. Pero quiero creer que todas ellas la tomaron. Que todas ellas pensaron en los pros y los contras, en los cambios que acarrearía en sus vidas y en las de sus parejas –y padres de las criaturas- y en todo lo que la maternidad aportaría y restaría a sus vidas.

No creo que tener un hijo sea algo que “se deba hacer”, como la declaración de la renta, o fregar el baño. Creo más bien que es algo que debe meditarse y decidirse con cierta cautela y mucho, pero que mucho, sentido del compromiso –esto no son unos zapatos, no se pueden devolver o meter en el fondo del armario-.

Yo sí lo he pensado. Y mi decisión –que nunca, insisto, nunca será definitiva, porque en la vida lo único definitivo es la muerte, y eso está por ver- es que no quiero ser madre.

Por eso, porque quiero que se respete mi decisión como algo personal, como lo que es, una opción válida y completamente coherente, en la que hay exactamente las mismas dosis de egoísmo y de generosidad que en la contraria, quiero que este post sirva para dar la enhorabuena a todas esas mujeres que me rodean y optaron por el otro lado.

A las que ya son madres, y a las que lo van a ser: enhorabuena, chicas.


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