Árboles Caducos

Cocteau dijo en Retratos para un recuerdo, a mediados de los años treinta, que ““la belleza frívola de la moda y de sus refinamientos inspira la belleza grave o se inspira en ella y que ahí se encuentren prodigios que continúan siendo prodigioso y que solo pueden provocar la risa de los que padecen la moda sin comprender su ley trágica. La moda muere joven, y este aspecto de condenado le da nobleza. No puede confiar en una justicia tardía, en unos procesos ganados en apelación, ni en los remordimientos. En el mismo instante en que se manifiesta, debe alcanzar su meta y convencer“.
Hay que saber diferenciar entre belleza y moda.
Porque son dos cosas muy distintas.
En moda, casi todo lo que se crea, es bonito. En general, fuera del look del desfile, despojado del pelo punk o decimonónico, del rap y del pop que amenizan el desfile y puesto, inmaculadamente, en la boutique blanca, a la moda, sofisticada y aderezada con copichuelas de champagne, es todo bonito. Incluso lo que en el desfile era horrendo. Hay cosas que no, insalvables. Probablemente ahí se inscribe algo del tormento de McQueen, bastante de los japoneses como Kawakubo y también de Margiela por ejemplo. Pero no por feo sino porque nadie sale a la calle con un vestido de rayos láser, una falda metálica que se hace mesa, un vestido de papel de seda o unos zancos hidropónicos y claustrofóbicos con tacón de treinta centímetros.
La moda es una industria que, en general, trata sobre la belleza. Como el arte. Sin embargo, el arte no es la historia de la belleza y la de la moda tampoco. Quizá el ejemplo más fácil para entenderlo sea el del arte contemporáneo -mal llamado así, claro-. La aspiración de Ingres en su Odalisca en la segunda década del XIX fue crear una mujer tan bella, tan ideal, tan maravillosa, que tuvo que añadir vértebras para que su espalda fuese realmente la más hermosa. En cambio, Picasso pintó en las Señoritas de Avignon unas putas en un burdel filosófico -que era el título que él quería poner- y ahí belleza (lo que uno espera encontrar por belleza y quizá por sensualidad, poca). Eso sí, para Picasso las damiselas de la cortina y la otomana eran una tentación tan grande como para Ingres su cortesana turca. Pues eso, que todos contentos. Esto me trae a la memoria eso de que el cocodrilo y el caimán son parecidos pero no son igual que creo que es una buena conclusión a todo esto.

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